Wiki Periodismo a la Deriva
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Por: Andrés Mauricio Bonilla E. (8 de marzo de 2015)

No hace falta tener cuatro patas para ser una bestia, eso fue lo que descubrí hoy recorriendo el Club Campestre Los Arrayanes de Bogotá.

Este proyecto que retrata a menor escala una ciudad como la capital de Colombia, está ubicada en la calle 213, a 5 minutos de la autopista norte hacia el occidente, cuenta con los espacios sociales apropiados para divertirse y pasarla bueno, sin eximirla de presenciar sucesos propios de Bogotá. Entre otras cosas, permite gran variedad de prácticas deportivas como golf, tenis, natación, bolos y finalmente los deportes ecuestres, una actividad  pagada por el que tiene con qué. Y es que en definitiva es más costoso mantener un caballo de competencia que 3 hijos cuando los papás reciben el salario mínimo colombiano. ¡Ah! Y que no se escapen los cuidados: la comida, el montador, el herrero, el veterinario, el cuidandero, la pesebrera y hasta las trencitas para que se vea lindo en los concursos.

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Mientras se desarrollaban las competencias de salto que organiza Fedecuestre, fui acompañado por la presencia de diversos amigos equinos, los cuales se encuentran en diferentes secciones del club, unos en las pesebreras, otros (los que pronto serán usados para concurso) en pequeñas parcelas de césped amarrados, todos ellos con sus grandes, tiernos y profundos ojos negros queriéndote decirte que los desates y los saques a pasear, a galopar, a correr, aunque en realidad desearían poder volar como lo hacen los pegasos. Sin embargo, alejándome de la mitología, tristemente la capacidad de volar es exclusiva de algunos insectos, casi todas las aves y los murciélagos. Aunque lo anterior no quita la belleza e imponencia de estos grandes animalitos, personitas de cuatro patas.

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Cabe destacar que en los concursos la edad del jinete no es un factor determinante para asegurar su victoria. En el podio es posible encontrar tanto niñas de primaria como viejos con doctorado, lo cual es un atributo de inclusión que la convierte en una disciplina con resultados imprevistos. Lo único igual es la presión y la adrenalina, porque los obstáculos pueden llegar a medir más que una mujer asiática promedio. Generalmente, gana el equitador que recorra la pista en el menor tiempo posible sin cometer faltas, entendiéndose que las faltas son derribar una de las vallas saltables, la desobediencia del caballo, un error de recorrido, una caída del jinete o del mismo equino y excederse del tiempo límite. Por mí parte lo encuentro más entretenido que al golf, y más elegante que la rana y pola.


En la pista se ven reflejadas diferentes situaciones que emanan emociones propias del ser humano, y no está de más, el club se convierte en una parte más de eso que los teóricos llaman cotidianidad, mundo real. Durante la competencia de salto de 1 metro fui testigo de la propia decepción de un jinete que lloraba después de que su caballo se resistiera dos veces al intentar brincar el mismo obstáculo. Verlo así me hizo entender cómo puede llegar a doler un fracaso originado en la pasión. Pero los competidores no sólo se exponen al dolor interior, de hecho, son más propensos a recibir daños exteriores, tal como le ocurrió a una montadora que perdió el control de su yegua al ir como volador sin palo. Intuyo que ella aprenderá que más vale llegar tarde que nunca. Y nunca llegó porque la expulsaron. En este concurso los ganadores fueron algunos estudiantes de Andrés Müller y otros del equipo del humilde Club El Rancho.

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Los binomios, es decir, las combinaciones entre jinete y caballo (o yegua), son tan numerosos como los cabellos de una crin, además, a pesar de la diferencia de especies, son dos seres que conforman un equipo y depende del trabajo de ambos para poder hacer las cosas bien. Al dirigirme a la competencia realizada al aire libre, en un campo verde que parecía tallado por Michelangelo, descubrí una de esas combinaciones que me mostró una actuación tan gris como la actualidad bogotana: un jinete azotando a su caballo cual si fuese un objeto inanimado, como si fuese una roca, una roca como la que ese equitador tiene en lugar de corazón.  El montador no consiguió que su equino saltara un obstáculo y la reacción que tomó fue transformarse en una bestia de dos piernas. Pronto le llamaron la atención las personas a su alrededor y recordé que cuando recién le vi, justo me había advertido una transeúnte que era un cretino o un creído, no distingo cuál de las dos palabras dijo pero igual ambas le quedan.

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Yo con algo de espacio en el estómago dejé el club y en el recorrido de regreso, luego de almorzar un pseudo-asado delicioso por la calle 209, cual barriga llena y corazón dudoso, pude apreciar que no importa si los lugares se encuentran fuera de la realidad ciudadana, pues no es un reino alejado de las manos urbanas, sus integrantes no dejan de lado las emociones y dolores verdaderos, y, al igual que en la ciudad, algunos son humanos y otros no tanto.

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